No soy un hombre violento, en absoluto, soy de los que creen
que la mayor parte de las cosas se pueden arreglar con palabras, pero cuando
ves a un sujeto sospechosamente cerca de ti y con brillante en su mano, no hay
tiempo para intentar dialogar.
Probablemente pensó que era un buen botín, un chico joven
con ropa de marca y el coche lleno de maletas, que fuese además tarde y el
garaje estuviese desierto solo mejoraban la situación. En el fondo no se
equivocaba, no soy experto en ningún tipo de defensa personal, pero hay algún
truco que he aprendido gracias a ciertos amigos, nada excesivamente difícil de
recordar.
Lo primero que hice fue sorprenderlo y agarrar el brazo de
la navaja y golpear con todo lo demás, una vez que soltó el arma, podía alejarla
lo más posible o intentar cogerla, pero a falta de habilidad con ella, opté por
lo primero.
Con esta demostración de habilidad el tío debería habérselo
pensado más y optar por la huída, pero al contar con un compinche escondido
detrás de mi coche decidió seguir luchando por su presa.
Probablemente su plan original era esperar a que uno me
redujera con la navaja para subirse al coche y huir con mis cosas, un buen plan
para dos colgados que apestaban a maría y tenían los ojos inyectados en sangre,
pero dado que la situación había cambiado, tenían que adaptarse.
Tenían la ventaja del número, yo de la sobriedad. Pese a la
adrenalina siempre se me ha dado bien pensar con cabeza fría, ellos eran solo
un par de drogadictos cabezotas que necesitaban vender mis cosas para pagar su
adicción. No tenían pinta de rendirse, y aunque desarmados, lo peligroso es que
eran impredecibles.
Dos contra uno y no valía huir, no cuando toda mi vida
estaba embutida en ese coche. Tampoco podía pedir ayuda, porque estaban ya
encima mío y no escuchaba nadie cerca. Lo importante era evitar que se quedaran
con el coche, sujetar las llaves con fuerza y cerrar la puerta lo más
rápidamente posible para evitar que alguno subiera al coche y huyera.
Tres, dos, uno: golpeé la puerta con la cadera y le di al
botón de la llave cerrando el coche a tiempo justo para esquivar al primer
drogata. Si sus reflejos no estuvieran mermados por la droga, habría conseguido
derribarme. El segundo estaba a dos metros, esperando a que el otro me sujetase
para atacarme. Cobarde. Cerré los puños y esperé a que el primero volviese a
embestir.
Se lanzó contra mí, recibí el golpe y giré. Aproveché su
velocidad y peso para empotrarlo contra un coche aparcado consiguiendo que perdiera
el conocimiento. Probablemente tendría que pagar ese cristal luego, pero me
parecía un buen trato. Al darme girarme encontré al otro tipo frente a mí,
buscando mi cara con su puño. Conseguí desviarlo hasta mi cabeza, aunque no
tengo del todo claro que fuese una buena jugada.
La cabeza me zumbaba por el golpe y tardé un par de segundos
en reaccionar. Conseguí lanzarme contra el suelo y hacerme un ovillo mientras
sentía sus patadas buscando mis riñones. Tres, dos, uno, me levanté rápidamente
buscando su barbilla con mi cabeza. Ahora el aturdido era él, y si sumábamos
los efectos de la marihuana, me dejaban una oportunidad perfecta para dejarlo
fuera de combate.
Mano cerrada en un puño, pulgar por fuera y muñeca firme. Un
gancho directo a la mandíbula lo dejó en el suelo. Me giré para ver al otro pero salió cojeando, los dos se
fueron lo antes posible al saberse derrotados.
Todo pasó en menos de dos minutos, por lo visto se necesitan
cinco más para que llegaran los guardias de seguridad. Deshechos en disculpas
se ofrecieron a escoltarme mientras subía las maletas al ascensor y escribía
una nota de disculpa junto con mis datos para el dueño del vehículo cuyo
cristal acababa de estropear.
La cabeza todavía me zumbaba cuando me tiré en la cama.
Tenía la boca seca y sentía como se iba formando pequeño chichón donde recibí
el puñetazo. La mayoría de la gente tiende a sentir cierto miedo o tensión
después de un atraco, yo ya había conseguido acostumbrarme a las situaciones de
tensión y ya solo quedaba la adrenalina del momento. Tenía sed y demasiado poco
sueño. Salí a la calle.
Echaba de menos Madrid, después de dos “años sabáticos”,
como los llamaba mi madre, se sentía bien respirar el ambiente nocturno y el
aire seco y cálido de finales de verano. Necesitaba una cerveza y el parloteo
de cien voces en español.
La una de la mañana y los bares a reventar. Estaba a solo
cinco minutos de La Casa de la Cerveza, aquel bar que me ponía los dientes
largos con sus más de ciento cincuenta tipos de cervezas distintas, solo había
podido entrar un par de veces sin
que me pillaran el carnet falso, desventajas de la cara de niño bueno que había
heredado de mi padre.
Una pinta de cerveza rubia alemana escogida al azar en el
piso de arriba, todo estaba tal cual lo había dejado pese al paso de los años;
algún que otro camarero había cambiado y la dueña del local contaba con alguna
arruga más, pero seguía con la
sonrisa picarona de siempre recibiendo a los habituales.
No había mesas, y tenía las piernas cansadas del viaje. Vi
un grupo de chicas con las jarras
casi vacías buscando un camarero pero sin ganas de marcharse. Ordené una ronda
de lo mismo que tenían y cuando llegó, me senté con ellas explicándoles que les
cambiaba el asiento por las cervezas.
Ninguna acertó mi edad, pese a la barba y el corte de pelo
casi militar no me echaban más de diecinueve, dos años menos que ellas y tres
menos de los que me correspondían. En el fondo me venía bien, así me sería más
fácil mezclarme con los nuevos compañeros de carrera con los que me encontraría
en primero. Tenía ganas de empezar, pero en el fondo me daba cierto reparo el
encontrarme con todos esos chicos bien recién salidos de un colegio privado.
Un par de besos y
promesas de enseñarme la ciudad y me marché rumbo al hostal. Eran ya las tres
de la mañana y la charla y cerveza habían conseguido relajarme lo suficiente.
Una ducha y a la cama, que la mañana siguiente me tocaba ver el piso y hacer
una pequeña mudanza. Oficialmente no llegaba hasta el lunes, lo cual me daba un
par de días de paz antes de empezar a recibir llamadas y quedar con nadie. Dos
días de ventaja para amoldarme a esta nueva ciudad antes de que nadie supiera
que había llegado.