Estaba seco. Después de los exámenes,
trabajos y las discusiones con mi ex, mis musas decidieron irse de vacaciones.
En el estudio tenía tres lienzos preparados, listos todos de empezar pero sin
ningún boceto nuevo; en los últimos dos meses me había puesto al día con todo
lo que tenía que pintar pero no había sacado nada nuevo. Faltaba algo.
Y no es que no hubiera cosas que pintar,
jamás he sido de esos depresivos que dejan de ver los colores y se ocultan en
un submundo gris en el que a todo le encontraban defecto, no. Seguía viendo la
belleza en casa gota de rocío y atardecer… es solo que al bosquejar, perdía la
noción de lo que quería transmitir: El árbol seguía siendo un árbol dibujado, y
cualquier mujer que retratara no perdía su forma ¿Qué faltaba entonces?
Sentimiento, perdía en el bosquejo esa
sensación, las líneas reflejaban el objeto, pero no transmitían emoción alguna,
ni siquiera para mí, su dibujante… Era como si un río seco, en vez de dejar
fluir una nueva lluvia hasta el mar, perdiera el agua bebiendo de ella, sin
dejar nada en la superficie. Y quizá era eso, la razón por la que mi cuaderno
de bocetos cada día adelgazaba más, con cien páginas arrancadas de dibujos
vacíos. Necesitaba andar.
Me levanté a las ocho y media, y tras una
ducha caliente salí a la calle. Hacía frío.
La trenca negra me cubría de ese viento
huracanado que pocas veces encuentras por Madrid. Necesitaba eso, frío, viento…
pero no ese aire pesado de la ciudad, no esas calles y personas con las que mil
veces me había cruzado; necesitaba salir.
A la cuarta parada de la línea 10 llegué
a Plaza Castilla, con sus mil dársenas ocultas de esa tormenta seca. No tenía
dirección alguna, a saber dónde terminaría; seguí andando en línea recta,
sorteando transeúntes hasta que se me acabó la estación: o daba media vuelta o
bajaba las escaleras, opté por lo segundo. La línea 725 salía en ese momento,
había una pequeña cola que iba saliendo hacia el autobús. Última estación
Valdemanco.
Me gustaba el traqueteo del autobús, ese
silencio tímido de gente que no se conoce pero que tiene que compartir espacio.
Me dormí.
Me desperté por un badén con carácter, de
esos que o tomas con cuidado o hacen saltar el autobús. Estábamos llegando a un
pueblo que conocía, o que al menos me sonaba: Soto del Real. Ya había tenido
cierta historia hace un par de años por estos lares.
Me bajé en el centro del pueblo, hacía
aún más frío que en Madrid, pero sin el viento y con el sol se estaba a gusto.
El aire se sentía puro, límpido, y del cielo caían pequeños cristalillos de
nieve que se derretían al tocar el suelo, era un polvillo blanco, casi
indistinguible; polvo de hada que bañaba el pueblo en San Valentín.
Tenía hambre, eran casi las diez de la
mañana y no había desayunado, amén de que me hacía falta algún café para
despertar. Seguí andando en dirección al pueblo, me apetecía algún lugar
caliente, pero no tan lleno, algún rincón escondido donde pudiera dibujar.
Saliendo de la plaza del pueblo encontré
una pequeña callejuela con un Maxcoop y un parquecillo al fondo, justo frente
al supermercado encontré la cafetería donde desayunaría: El Rincón de la Abuela.
Me apetecían huevos revueltos. En la
carta había más de diez desayunos distintos, me decanté por huevos con
salchichas y patatas fritas, el perfecto brunch para un día improvisado. La
camarera, Daisy, me saludó con una sonrisa y el café caliente. Se sentía casero
y acogedor, y las pequeñas conversaciones de la gente se mezclaban en un ruido
blanco que me dejaba no pensar.
Empecé a jugar con el lápiz al segundo
café, no buscaba una forma concreta, solo divagar, vaciar la mente, encontrar
algo que me llamara la atención. Fue entonces cuando la vi.
Diría que lo primero que me llamó la
atención fue su pelo, un caoba rojizo casi carmesí que refulgía en el ambiente,
y sin embargo fueron sus gafas, y no porque tuviesen nada en especial. Eran de
montura negra y ancha, de esa que se había vuelto a poner de moda hace unos
años, y es que su amiga, algo más alta y con el cabello más castaño, llevaba
unas del mismo estilo.
Sin darme cuenta empecé a dibujarla,
cambié la página y esbocé la mesa y muy brevemente la silueta de su amiga, un
simple marco etéreo que me serviría de referencia.
El cabello escalonado le sentaba bien, es
un corte que siempre me ha gustado en las mujeres que llevan el pelo largo, y
ella lo llevaba hasta media espalda, liso y ligeramente despeinado. Me gustaban
también sus manos, expresivas al hablar y de dedos ágiles. Combinaban perfectamente
con esa voz suave y casi susurrante, calmada pero expresiva, animada y rápida
por la emoción pese al tono sosegado. Y sin embargo se mordía las uñas, al
menos la del pulgar, pero no siempre, quizá solo por exámenes o algún momento
de tensión.
Tenía los labios rojos, carnosos, de esos
que seducen en un instante al morderlo sensualmente con una mirada suplicante.
Me gustaba así, a media frase, en media expresión, con los labios entreabiertos
y esos dientes blancos como perlas asomando ligeramente. Seguro que tendría una
sonrisa preciosa.
No sé si lo que llevaba era maquillaje,
pero de ser así, tenía su mérito, pues el rubor en sus mejillas se veía
completamente natural. Le pegaba tener pecas, con esa piel blanca y tersa
seguramente las tendría, pero un mechón rebelde me tapaba la vista, dejando su
mirada en el misterio. Lo que sí alcancé a vislumbrar fueron sus cejas, casi
del mismo tono que su cabello, perfectamente delineadas como marco de su cara.
No sé qué edad tendría, quizá alrededor
de diecinueve. Me perdía el contrapunto de sus labios y sonrisa con su cara de
niña buena… quizá realmente no de niña buena, pero tampoco de pícara… Más de
esas niñas buenas que en el fondo sabes que tienen miga, un toque de picaresca
escondido en los labios y esa forma de sentir la vida.
Me gustaba su estilo, ese jersey gris de lana,
ancho y largo hasta medio muslo y remangado por encima de sus codos.
Llevaba botas de ante, de media caña y un marrón claro casi arena, contrapunto
perfecto con los vaqueros azul marino y el gris de su jersey, y es que con el
castaño y caoba de su chaqueta y pelo, llamaban la atención sin desentonar.
Y sin darme cuenta, acabé el boceto, con
mil anotaciones al margen detallando todos los colores. Justo a tiempo, pues
según terminaba el último trazo, vi como se levantaba para pagar.
Recogí rápidamente, poniéndome la trenca
sin cerrar. El dibujo estaba terminado, con esa mirada en sombra que le
regalaba el anonimato, pero quería ver sus ojos.
Yo ya había pagado, esos movimientos
automáticos que se hacen sin pensar, así que necesitaba una excusa. Daisy, la
camarera, me había tratado bien y la comida estuvo buena, con lo que una
pequeña propina serviría como excusa.
Ella estaba pagando en el mostrador, sin
prisa. Llegué justo cuando Daisy le daba el cambio y le solté un “Te has dejado
esto encima de mi mesa”, mientras dejaba dos euros sobre el mostrador. Y
entonces la pelirroja se dio la vuelta, tropezando conmigo y haciendo que mi
cuaderno de bocetos cayera, abierto donde estaba el lápiz como marcador.
“Lo siento, no me fijé… Vaya” Tenía los
ojos de un verde eléctrico, brillante; un verde esmeralda jaspeado, cálido y reconfortante"¿Esta... soy yo?"