martes, 21 de febrero de 2012

Bouvier




Albacete... si me hubiesen propuesto ir a Albacete hace veinticuatro horas, seguramente habría dicho que allí no se me había perdido nada, y sin embargo hoy me encontraba en Atocha esperando a que llegase el tren. Tenía frío y sueño y aún llevaba algo de alcohol de la noche anterior. Quería cama, las persianas bajadas y arrebujarme entre las sábanas debajo de mi enorme edredón, pero no, mi hermano tenía que perder las llaves del coche y hacerme coger el primer tren hacia un pueblo en medio de la nada… bueno, no era un pueblo, pero entre el cabreo y el sueño, una ciudad tan pequeña era para mí un pueblo… ¿o era realmente un pueblo? En fin.

El tren llegó a tiempo haciendo chirriar los raíles al frenar, en el fondo me hacía gracia coger un tren así a lo loco y en secreto, era como una pequeña aventura ligeramente surrealista, además de que en el fondo los trenes tenían su encanto. Quitando el metro y algún que otro cercanías, solo había viajado en tren para visitar a mi tía, pero es la primera vez que viajaba completamente solo.

Hay una gran diferencia entre viajar en tren o en avión, acostumbrado a las horas de espera y todos los controles antes de poder subir, sentí que todo era demasiado fácil. Billete, DNI y a buscar vagón, nada de quitarse los zapatos o vaciar la mochila de líquidos u objetos punzantes. Caminé despacio buscando el vagón mientras la gente me adelantaba. Me gustaba esa sensación de espectador al ver como la gente, en su día a día, tomaba el tren como algo habitual, casi podía sentir el lápiz llamándome para dibujar ese momento, con cien personas diferentes caminando hacia su destino, el morro el tren a la izquierda y la estación como marco mirando todo el lateral del tren.

Sin darme cuenta me quedé parado, quieto intentando memorizar cada detalle del paisaje. Me llamó la atención cierta pelirroja, me encantó esa bufanda enorme tejida a mano, gris y con flecos, que llevaba enrollada sobre el abrigo dando mil vueltas hasta taparle la nariz. Me pareció monísima, con esos ojos verdes chispeantes y las pequillas salpicándole el puente de la nariz. La vi dos segundos, pero intenté quedarme con su abrigo negro, los vaqueros azul celeste, las botas negras y como le asomaban las mangas de una camiseta gris por debajo de las de la chaqueta. Era básico, muy básico, pero si conseguía recordar eso, podría describirla luego.

No creo en el destino, creo que somos libres de tomar nuestras decisiones y que el futuro aún está por determinar, pero la experiencia me ha enseñado demasiado como para creer que este mundo solo hay casualidades. Creo en las coincidencias, en que nuestra voluntad y fe afecta a nuestro día a día, que el mundo es una gran corriente de sueños y deseos y es nuestra voluntad la que decide si la seguimos o luchamos contra ella; por eso creo que encontrármela fue una coincidencia, ni puro azar ni un deseo divino, casualidad.

La vi de perfil, luchando con su maleta para ponerla en el portaequipajes. Era preciosa, tenía las mejillas ligeramente encendidas y el ceño fruncido mientras luchaba contra la gravedad y el tamaño de su maleta. Me encantó la sorpresa en sus ojos cuando, en dos movimientos, encajé la maleta en el portaequipajes. "Gracias", susurró, "De nada", le contesté. No suelo ser tímido, y normalmente habría buscado una frase ingeniosa como respuesta, pero el lápiz me llamaba demasiado, me quemaba buscando pintar esos ojos de esmeralda, y esa sonrisa juguetona de labios rosados.

A las nueve y veinticinco salió el tren, perfectamente puntual, despertándome del embrujo de ese fuego verde. Ella fue a su asiento, sacando el ipod y desenrollando los cascos con dedos ágiles. Tomé mi billete, me tocaba pasillo; busqué con mi mirada el número de asiento y la casualidad me devolvió a su lado. Otro cruce de sonrisas, mi mochila en el portaequipajes y el cuaderno de bocetos listo para ser estrenado. A pesar del traqueteo del tren podía distinguir la voz de Cobain sonando por sus cascos.

Intenté concentrarme en la estación, en las vigas vistas del techo y el juego de luces de la mañana. Una niño pequeño caminando a lo lejos, de espalda cogido de la mano de su madre, y un hombre con traje y portafolios. Y sin darme cuenta empecé a esbozarla, esos vaqueros de color azul celeste ceñidos a sus piernas largas y esbeltas. Me recreé en los mechones sueltos de su cabello que escapaban rebeldes de la bufanda, y en la textura de esta, cálida, acogedora… Y es que en el fondo quería dibujarla a ella, el lápiz me lo pedía a gritos; me giré para ver si me veía, si se daría cuenta, la pillé mirando el paisaje, con los cascos ocultos por el cabello.

Cambié de hoja y dibujé la ventana y el borde del asiento, una silueta en sombra recreaba su postura, recostada y con la cabeza apoyada contra el borde de la ventana; su mano izquierda sujetando el ipod, la derecha mesando su melena pelirroja. Me encantaron sus piernas, sensualmente cruzadas y marcando el ritmo de "Smell like a teen Spirit". Dibujé sus botas, la suela y el tacón castaños en contraste con el cuero negro, y los ojales dorados brillantes como único adorno. Tenía estilo, me encantaba la sensualidad del conjunto, toques rockeros sencillos y la dulzura propia aportaba la bufanda. Salté de folio y me centré en esa camiseta gris de mangas largas que se veía debajo de la chaqueta abierta. Además de los bordes ligeramente más oscuros, solo se veía el centro, una bandera de Inglaterra desteñida tapada ligeramente por la caída de la bufanda que, entre doblez y pliegue rodeando el cuello, le llegaba hasta medio muslo.

No sé cuánto tiempo la llevaba dibujando, habían sonado ya varias canciones y con cada cambio de melodía sentía que se agotaba el tiempo. Cerré el cuaderno, con miedo a que me pillara. No estaba dormida, pues aunque ahora estaba con los ojos cerrados, seguía marcando el ritmo con el pie derecho. Tenía algo especial esta chica, y no solo por la naturalidad de su sonrisa o esas curvas sensuales entre las que me perdía evitando que me pillara. Era paz, el sentimiento tranquilo en cada gesto y esa naturalidad propia de quien se encuentra solo, por eso era imposible no perderse en la alegría de sus sonrisas.

Retomé el lápiz y una nueva hoja en blanco, esta vez sacando el boceto de memoria. Cerré los ojos dos segundos recordando la fuerza de su mirada verde cuando salió el tren. La canción acompañaba, "Another Reason To Believe", de Bon Jovi.

La dibujé de frente, con una mirada profunda  y penetrante, recreándome en cada trazo de esos enormes ojos almendrados y gatunos; me encantaban sus pestañas enormes, de esas que no necesitan maquillaje para atraparte en su mirada, y un pequeño detalle en la pupila de su ojo derecho que no podría describir. Tenía que tener la piel muy suave, eso se notaba nada más verla, y esa piel clara junto con la curva de su barbilla le daban ese toque de niña buena que le endulzaba el rostro. Sus labios no necesitaban maquillaje, cada línea era perfecta, y la proporción exquisita. Gracias a su piel clara resaltaba ese rosa pálido de sus labios, como los pétalos de una rosa recién florecida, dulces y carnosos.

Las cejas le daban carácter, mantenían la dulzura de la mirada añadiéndole el toque de picaresca que las complementaba, un toque juguetón que con las pecas le daba un aire a niña traviesa. Y como travesura propia de una colegiala, sin que yo me diera cuenta, me pilló, con voz melosa la escuché a mi lado, a solo un par de centímetros susurrándome "¿Esa soy yo?"

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No suelo comentar las historias que escribo, el describir a la musa que me inspiró es mi forma de agradecer su propia belleza, pero en este caso haré una excepción.

Mi musa de hoy tiene nombre y apellido, se llama Ángela Bouvier (al menos en internet, claro) y tiene un blog con el que hoy me he topado por casualidad. Leedlo, merece la pena; desde la primera línea te atrapa entre sus palabras, tanto que al terminar su primera entrada me picó la curiosidad y la busqué, cruzando un par de palabras con ella por Twitter, terminando por agregarla en Facebook.

En resumen le robé la foto de arriba para esta entrada, amén de intentar captar algo de su esencia entre estas líneas; es por eso que esta entrada se la dedico, por picarme la curiosidad y por esa sonrisa que ha encandilado a mi personaje. Os dejo con su blog:

http://angelabouvier.blogspot.com/


miércoles, 15 de febrero de 2012

El rincón de la abuela





Estaba seco. Después de los exámenes, trabajos y las discusiones con mi ex, mis musas decidieron irse de vacaciones. En el estudio tenía tres lienzos preparados, listos todos de empezar pero sin ningún boceto nuevo; en los últimos dos meses me había puesto al día con todo lo que tenía que pintar pero no había sacado nada nuevo. Faltaba algo.

Y no es que no hubiera cosas que pintar, jamás he sido de esos depresivos que dejan de ver los colores y se ocultan en un submundo gris en el que a todo le encontraban defecto, no. Seguía viendo la belleza en casa gota de rocío y atardecer… es solo que al bosquejar, perdía la noción de lo que quería transmitir: El árbol seguía siendo un árbol dibujado, y cualquier mujer que retratara no perdía su forma ¿Qué faltaba entonces?

Sentimiento, perdía en el bosquejo esa sensación, las líneas reflejaban el objeto, pero no transmitían emoción alguna, ni siquiera para mí, su dibujante… Era como si un río seco, en vez de dejar fluir una nueva lluvia hasta el mar, perdiera el agua bebiendo de ella, sin dejar nada en la superficie. Y quizá era eso, la razón por la que mi cuaderno de bocetos cada día adelgazaba más, con cien páginas arrancadas de dibujos vacíos. Necesitaba andar.

Me levanté a las ocho y media, y tras una ducha caliente salí a la calle. Hacía frío.

La trenca negra me cubría de ese viento huracanado que pocas veces encuentras por Madrid. Necesitaba eso, frío, viento… pero no ese aire pesado de la ciudad, no esas calles y personas con las que mil veces me había cruzado; necesitaba salir.

A la cuarta parada de la línea 10 llegué a Plaza Castilla, con sus mil dársenas ocultas de esa tormenta seca. No tenía dirección alguna, a saber dónde terminaría; seguí andando en línea recta, sorteando transeúntes hasta que se me acabó la estación: o daba media vuelta o bajaba las escaleras, opté por lo segundo. La línea 725 salía en ese momento, había una pequeña cola que iba saliendo hacia el autobús. Última estación Valdemanco.

Me gustaba el traqueteo del autobús, ese silencio tímido de gente que no se conoce pero que tiene que compartir espacio. Me dormí.

Me desperté por un badén con carácter, de esos que o tomas con cuidado o hacen saltar el autobús. Estábamos llegando a un pueblo que conocía, o que al menos me sonaba: Soto del Real. Ya había tenido cierta historia hace un par de años por estos lares.

Me bajé en el centro del pueblo, hacía aún más frío que en Madrid, pero sin el viento y con el sol se estaba a gusto. El aire se sentía puro, límpido, y del cielo caían pequeños cristalillos de nieve que se derretían al tocar el suelo, era un polvillo blanco, casi indistinguible; polvo de hada que bañaba el pueblo en San Valentín.

Tenía hambre, eran casi las diez de la mañana y no había desayunado, amén de que me hacía falta algún café para despertar. Seguí andando en dirección al pueblo, me apetecía algún lugar caliente, pero no tan lleno, algún rincón escondido donde pudiera dibujar.

Saliendo de la plaza del pueblo encontré una pequeña callejuela con un Maxcoop y un parquecillo al fondo, justo frente al supermercado encontré la cafetería donde desayunaría: El Rincón de la Abuela.

Me apetecían huevos revueltos. En la carta había más de diez desayunos distintos, me decanté por huevos con salchichas y patatas fritas, el perfecto brunch para un día improvisado. La camarera, Daisy, me saludó con una sonrisa y el café caliente. Se sentía casero y acogedor, y las pequeñas conversaciones de la gente se mezclaban en un ruido blanco que me dejaba no pensar.

Empecé a jugar con el lápiz al segundo café, no buscaba una forma concreta, solo divagar, vaciar la mente, encontrar algo que me llamara la atención. Fue entonces cuando la vi.

Diría que lo primero que me llamó la atención fue su pelo, un caoba rojizo casi carmesí que refulgía en el ambiente, y sin embargo fueron sus gafas, y no porque tuviesen nada en especial. Eran de montura negra y ancha, de esa que se había vuelto a poner de moda hace unos años, y es que su amiga, algo más alta y con el cabello más castaño, llevaba unas del mismo estilo.

Sin darme cuenta empecé a dibujarla, cambié la página y esbocé la mesa y muy brevemente la silueta de su amiga, un simple marco etéreo que me serviría de referencia.

El cabello escalonado le sentaba bien, es un corte que siempre me ha gustado en las mujeres que llevan el pelo largo, y ella lo llevaba hasta media espalda, liso y ligeramente despeinado. Me gustaban también sus manos, expresivas al hablar y de dedos ágiles. Combinaban perfectamente con esa voz suave y casi susurrante, calmada pero expresiva, animada y rápida por la emoción pese al tono sosegado. Y sin embargo se mordía las uñas, al menos la del pulgar, pero no siempre, quizá solo por exámenes o algún momento de tensión.

Tenía los labios rojos, carnosos, de esos que seducen en un instante al morderlo sensualmente con una mirada suplicante. Me gustaba así, a media frase, en media expresión, con los labios entreabiertos y esos dientes blancos como perlas asomando ligeramente. Seguro que tendría una sonrisa preciosa.

No sé si lo que llevaba era maquillaje, pero de ser así, tenía su mérito, pues el rubor en sus mejillas se veía completamente natural. Le pegaba tener pecas, con esa piel blanca y tersa seguramente las tendría, pero un mechón rebelde me tapaba la vista, dejando su mirada en el misterio. Lo que sí alcancé a vislumbrar fueron sus cejas, casi del mismo tono que su cabello, perfectamente delineadas como marco de su cara.

No sé qué edad tendría, quizá alrededor de diecinueve. Me perdía el contrapunto de sus labios y sonrisa con su cara de niña buena… quizá realmente no de niña buena, pero tampoco de pícara… Más de esas niñas buenas que en el fondo sabes que tienen miga, un toque de picaresca escondido en los labios y esa forma de sentir la vida.

Me gustaba su estilo, ese jersey gris de lana, ancho y largo hasta medio muslo y remangado por encima de sus codos. Llevaba botas de ante, de media caña y un marrón claro casi arena, contrapunto perfecto con los vaqueros azul marino y el gris de su jersey, y es que con el castaño y caoba de su chaqueta y pelo, llamaban la atención sin desentonar.

Y sin darme cuenta, acabé el boceto, con mil anotaciones al margen detallando todos los colores. Justo a tiempo, pues según terminaba el último trazo, vi como se levantaba para pagar.

Recogí rápidamente, poniéndome la trenca sin cerrar. El dibujo estaba terminado, con esa mirada en sombra que le regalaba el anonimato, pero quería ver sus ojos.

Yo ya había pagado, esos movimientos automáticos que se hacen sin pensar, así que necesitaba una excusa. Daisy, la camarera, me había tratado bien y la comida estuvo buena, con lo que una pequeña propina serviría como excusa.

Ella estaba pagando en el mostrador, sin prisa. Llegué justo cuando Daisy le daba el cambio y le solté un “Te has dejado esto encima de mi mesa”, mientras dejaba dos euros sobre el mostrador. Y entonces la pelirroja se dio la vuelta, tropezando conmigo y haciendo que mi cuaderno de bocetos cayera, abierto donde estaba el lápiz como marcador.

“Lo siento, no me fijé… Vaya” Tenía los ojos de un verde eléctrico, brillante; un verde esmeralda jaspeado, cálido y reconfortante"¿Esta... soy yo?"

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