jueves, 20 de octubre de 2011

Draft


No soy un hombre violento, en absoluto, soy de los que creen que la mayor parte de las cosas se pueden arreglar con palabras, pero cuando ves a un sujeto sospechosamente cerca de ti y con brillante en su mano, no hay tiempo para intentar dialogar.

Probablemente pensó que era un buen botín, un chico joven con ropa de marca y el coche lleno de maletas, que fuese además tarde y el garaje estuviese desierto solo mejoraban la situación. En el fondo no se equivocaba, no soy experto en ningún tipo de defensa personal, pero hay algún truco que he aprendido gracias a ciertos amigos, nada excesivamente difícil de recordar.

Lo primero que hice fue sorprenderlo y agarrar el brazo de la navaja y golpear con todo lo demás, una vez que soltó el arma, podía alejarla lo más posible o intentar cogerla, pero a falta de habilidad con ella, opté por lo primero.

Con esta demostración de habilidad el tío debería habérselo pensado más y optar por la huída, pero al contar con un compinche escondido detrás de mi coche decidió seguir luchando por su presa.

Probablemente su plan original era esperar a que uno me redujera con la navaja para subirse al coche y huir con mis cosas, un buen plan para dos colgados que apestaban a maría y tenían los ojos inyectados en sangre, pero dado que la situación había cambiado, tenían que adaptarse.

Tenían la ventaja del número, yo de la sobriedad. Pese a la adrenalina siempre se me ha dado bien pensar con cabeza fría, ellos eran solo un par de drogadictos cabezotas que necesitaban vender mis cosas para pagar su adicción. No tenían pinta de rendirse, y aunque desarmados, lo peligroso es que eran impredecibles.

Dos contra uno y no valía huir, no cuando toda mi vida estaba embutida en ese coche. Tampoco podía pedir ayuda, porque estaban ya encima mío y no escuchaba nadie cerca. Lo importante era evitar que se quedaran con el coche, sujetar las llaves con fuerza y cerrar la puerta lo más rápidamente posible para evitar que alguno subiera al coche y huyera.

Tres, dos, uno: golpeé la puerta con la cadera y le di al botón de la llave cerrando el coche a tiempo justo para esquivar al primer drogata. Si sus reflejos no estuvieran mermados por la droga, habría conseguido derribarme. El segundo estaba a dos metros, esperando a que el otro me sujetase para atacarme. Cobarde. Cerré los puños y esperé a que el primero volviese a embestir.

Se lanzó contra mí, recibí el golpe y giré. Aproveché su velocidad y peso para empotrarlo contra un coche aparcado consiguiendo que perdiera el conocimiento. Probablemente tendría que pagar ese cristal luego, pero me parecía un buen trato. Al darme girarme encontré al otro tipo frente a mí, buscando mi cara con su puño. Conseguí desviarlo hasta mi cabeza, aunque no tengo del todo claro que fuese una buena jugada.

La cabeza me zumbaba por el golpe y tardé un par de segundos en reaccionar. Conseguí lanzarme contra el suelo y hacerme un ovillo mientras sentía sus patadas buscando mis riñones. Tres, dos, uno, me levanté rápidamente buscando su barbilla con mi cabeza. Ahora el aturdido era él, y si sumábamos los efectos de la marihuana, me dejaban una oportunidad perfecta para dejarlo fuera de combate.

Mano cerrada en un puño, pulgar por fuera y muñeca firme. Un gancho directo a la mandíbula lo dejó en el suelo.  Me giré para ver al otro pero salió cojeando, los dos se fueron lo antes posible al saberse derrotados.

Todo pasó en menos de dos minutos, por lo visto se necesitan cinco más para que llegaran los guardias de seguridad. Deshechos en disculpas se ofrecieron a escoltarme mientras subía las maletas al ascensor y escribía una nota de disculpa junto con mis datos para el dueño del vehículo cuyo cristal acababa de estropear.

La cabeza todavía me zumbaba cuando me tiré en la cama. Tenía la boca seca y sentía como se iba formando pequeño chichón donde recibí el puñetazo. La mayoría de la gente tiende a sentir cierto miedo o tensión después de un atraco, yo ya había conseguido acostumbrarme a las situaciones de tensión y ya solo quedaba la adrenalina del momento. Tenía sed y demasiado poco sueño. Salí a la calle.

Echaba de menos Madrid, después de dos “años sabáticos”, como los llamaba mi madre, se sentía bien respirar el ambiente nocturno y el aire seco y cálido de finales de verano. Necesitaba una cerveza y el parloteo de cien voces en español.

La una de la mañana y los bares a reventar. Estaba a solo cinco minutos de La Casa de la Cerveza, aquel bar que me ponía los dientes largos con sus más de ciento cincuenta tipos de cervezas distintas, solo había podido entrar un par de veces  sin que me pillaran el carnet falso, desventajas de la cara de niño bueno que había heredado de mi padre.

Una pinta de cerveza rubia alemana escogida al azar en el piso de arriba, todo estaba tal cual lo había dejado pese al paso de los años; algún que otro camarero había cambiado y la dueña del local contaba con alguna arruga  más, pero seguía con la sonrisa picarona de siempre recibiendo a los habituales.

No había mesas, y tenía las piernas cansadas del viaje. Vi un grupo de chicas  con las jarras casi vacías buscando un camarero pero sin ganas de marcharse. Ordené una ronda de lo mismo que tenían y cuando llegó, me senté con ellas explicándoles que les cambiaba el asiento por las cervezas.

Ninguna acertó mi edad, pese a la barba y el corte de pelo casi militar no me echaban más de diecinueve, dos años menos que ellas y tres menos de los que me correspondían. En el fondo me venía bien, así me sería más fácil mezclarme con los nuevos compañeros de carrera con los que me encontraría en primero. Tenía ganas de empezar, pero en el fondo me daba cierto reparo el encontrarme con todos esos chicos bien recién salidos de un colegio privado.

Un par de besos y promesas de enseñarme la ciudad y me marché rumbo al hostal. Eran ya las tres de la mañana y la charla y cerveza habían conseguido relajarme lo suficiente. Una ducha y a la cama, que la mañana siguiente me tocaba ver el piso y hacer una pequeña mudanza. Oficialmente no llegaba hasta el lunes, lo cual me daba un par de días de paz antes de empezar a recibir llamadas y quedar con nadie. Dos días de ventaja para amoldarme a esta nueva ciudad antes de que nadie supiera que había llegado.

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